sábado, 22 de noviembre de 2008

Globalización: ¿Todos somos uno?

Globalización: ¿todos somos uno?
Miguel Martí

En las filosofías orientales se enseña desde hace siglos: todos somos uno.
¿La globalización tiene relación con ese principio? Como casi todo en la vida, la respuesta depende de la definición. La mayoría de ellas enfatiza el aspecto económico, y apuntan a señalar que, de manera creciente, las economías de los países son interdependientes.
Me parece que las definiciones de globalización que solo se centran en la interdependencia económica son parciales. También las que tienden a equiparar la globalización con las relaciones internacionales. Una vez escuché a alguien decir que la globalización empezó con Marco Polo. No coincido. Con ese criterio podríamos decir que en realidad comenzó con Alejandro el Magno. Intercambios entre pueblos y naciones han existido casi desde los albores de la humanidad; pero la globalización es algo distinto, y es muy reciente.
Me encontré con otra definición que me pareció genial, propuesta por un profesor sueco: “La globalización es el proceso mediante el cual el mundo se convierte en un solo lugar”.
Desde la primera vez que la ví me asombró por su sencillez y su profundidad. Apunta a procesos que incluyen, pero trascienden, lo meramente económico. En virtud de la globalización, todos vamos ahora a estar en el mismo lugar. La categoría es espacial; no económica. Pero espacial en un sentido mucho más profundo que el geográfico.
Por una parte, podemos decir que si todos estamos en el mismo lugar; entonces nadie está “en otro”. No hay foráneos, no existen extranjeros; nadie está “afuera”; todos estamos “adentro”. Todos somos compatriotas, (o complanetas). Implica que todos compartimos el mismo lugar; es decir, debemos aprender a vivir juntos; no solo como vecinos, sino como habitantes de la misma casa.
Para retomar lo dicho antes, Marco Polo estaba en un lugar -Italia- y viajaba y comerciaba con gentes que estaban en otro lugar –China.
Antes de la globalización, Noruega y Nicaragua; Bhután y Brasil, Rusia y Ruanda, estaban en lugares distintos. Ahora están en el mismo. El tipo de relación que la globalización va construyendo es más profunda que el mero intercambio comercial. Es mucho más que comerciar; se trata de convivir.
Imagínese que, en su propia casa, tenga que convivir con chinos, egipcios, húngaros, bolivianos, australianos, malasios y ticos.


No cabe duda que la convivencia implicará un difícil aprendizaje. Tendrán que darse múltiples conflictos e innumerables malentendidos, hasta que, poco a poco, empezarán a encontrar lo que tienen en común; a respetar y tolerar lo que tienen de diferente; y poco a poco se pondrán de acuerdo en las normas básicas que todos deberán observar.
Antes era quizá más fácil. Yo me asomaba a la ventana y desde la seguridad de mi casa, podía observar, con disgusto o con placer, cómo vivían mis vecinos. Podía salir de mi casa, ir a la de ellos, tomar un café y, a pesar de las diferencias, podía estar tranquilo, porque sabía que podía regresar a la seguridad de mi hogar; a lo conocido, a lo mío.
El patriotismo trasnochado desempeña esa función hoy en día. Conforme se va haciendo más evidente que “otros” están entrando a vivir a mi casa; me aferro al recuerdo de lo que fue en el pasado; cuando yo estaba solito dentro de ella, sin sentirme amenazado. Idealizo lo que fue “mi hogar” (la patria, la etnia, la religión, la ideología, etc.) para intentar justificar mi deseo de expulsar a los “extraños”.
Otra alternativa es redefinir, ampliándolo, el concepto de “casa”. Ahora no es solo “mi” casa, es la nuestra, la de todos. Parafraseando a Sartre, podemos decir que, en virtud de la globalización, estamos condenados a vivir juntos. La suerte de uno, se decide en la suerte de los otros. Cada quien acude a su individualidad para enriquecer la interacción con los demás; no para imponer la propia y descalificar las otras.
Ni la principal potencia del mundo pudo sustraerse a esta creciente realidad. Su fallido intento de unilateralismo no sirvió para solucionar ni uno solo de sus grandes problemas. Por el contrario, los agravó.
Aún estamos en las etapas iniciales del proceso de aprender a convivir en el mismo lugar. Son momentos de conflicto y de malentendidos. Pero existe un vector histórico que parece irreversible: finalmente aprenderemos a respetarnos, y a construir en conjunto las normas que a todos nos contengan y nos expresen. Ir forjando la unidad en la diversidad; sin anularlas mutuamente.
Dice Kenichi Omahe que los artistas, poetas y escritores a menudo prevén intuitivamente el futuro. En relación con este tema no pude menos que recordar al argentino Jorge Luis Borges, y su clásico cuento El Aleph. En el sótano de una casa de la calle Garay en Buenos Aires aparece un Aleph. ¿Y qué es un Aleph? Es un punto que contiene todos los puntos del universo.
Gracias a la globalización humana, social, cultural, política y económica todos los puntos del mundo, poco a poco, convergen al mismo lugar. ¿Estamos en proceso de ser uno?

domingo, 9 de noviembre de 2008

Ciencia y tolerancia

Ciencia y Tolerancia
Miguel Martí
En la tradición cultural de Occidente, lo que nos dice la ciencia influye de manera significativa en la visión de mundo imperante. No es un proceso mecánico o lineal, pero lo cierto es que desde la ciencia se modelan imágenes, metáforas y símbolos de lo que somos y podríamos ser. La religión, la filosofía, la ética y la estética reciben y reflejan esa influencia. (También influyen en el quehacer científico.)
Cuando Galileo afirmó que es el Sol, y no la Tierra, el que ocupa el centro de nuestro sistema, de alguna manera contribuyó a que se cuestionara el papel central del Papado. Cuando Newton nos reveló las leyes que rigen el movimiento de los cuerpos, presentándonos una visión del Universo como si fuera un perfecto y predecible mecanismo de relojería; Carlos Marx pensó posteriormente que la historia y los movimientos sociales pueden también explicarse gracias a “leyes objetivas.”
El paradigma mecánico newtoniano también contribuyó a fortalecer, por una parte, la idea de que existe una realidad “objetiva”, separada del sujeto que la conoce y; por la otra, la noción de que solo existe un enunciado, y solo uno, que pueda ser “verdadero”.
Pero en el siglo XX todo cambia. La ciencia deja de presentarnos un mundo predecible, objetivo y ordenado.
Cuando la mirada se dirige al macrocosmos, se nos habla de “relatividad”, que el tiempo y el espacio no están separados, ni existen como realidades “objetivas”.
Cuando la mirada se dirige al microcosmos, a lo que ocurre en lo profundo de los átomos; se nos habla que la energía puede ser simultáneamente una onda (inmaterial) y una partícula (material). Cuando usted tira una piedra a un lago, se forma una onda de agua. A nivel cuántico, ¿la onda es una onda de qué? La respuesta es extraña: es una onda de probabilidad.
Y mucho más extraño aún es que ya se demostró experimentalmente uno de los postulados más sorprendentes de la física cuántica: ¡una partícula puede estar al mismo tiempo en dos sitios distintos!
En lo que se conoce como “la Interpretación de Copenhague”, en honor a su principal exponente, el danés Nils Bohr, se postula que entre el sujeto que conoce y el objeto conocido no hay separación. En el plano cuántico, ¡la respuesta depende de la pregunta!
Posteriormente, el alemán Werner Heisenberg postuló el principio de incertidumbre. Demostró científicamente que siempre se altera el objeto al momento de conocerlo, de manera que es imposible el conocimiento “exacto” y “objetivo”.
Y quizá lo más asombroso es que se postula que, en el plano cuántico, los sucesos ocurren solo cuando interviene un sujeto que observa. Se describe un campo cuántico como “potencialidad pura” que finalmente “colapsa” en una realidad determinada (colapso de la función onda) cuando interviene un sujeto que la observa. La implicación es, en verdad, difícil de digerir en toda su magnitud: ¡¡creamos la realidad “objetiva”a partir de nuestros pensamientos!!
En sí misma, la cuántica es paradójica: no existe teoría científica que haya sido sometida a tanta verificación experimental y haya salido siempre exitosa mientras que, al mismo tiempo, sus enunciados e implicaciones siguen siendo causa de tanta polémica.
Lo que parece estar claro es que en el plano de la realidad sensible; que la física clásica describe y explica, existen leyes “objetivas”, que sujeto y objeto están separados, que solo puede existir un enunciado que sea verdadero y los demás son falsos con relación al mismo objeto; que efectivamente se puede “conocer” esa única verdad; que a cada causa corresponde un efecto; y que todo es previsible.
Pero es igualmente claro que existe otro plano de realidad, donde sujeto y objeto están unidos, donde las cosas manifiestan “probabilidades”, no certezas; donde la potencialidad contenida puede colapsar en múltiples posibilidades, no en una sola; donde no existe relación mecánica y lineal entre causa y efecto; donde la incertidumbres es un rasgo esencial (ontológico) de la realidad; no un accidente o un error.
Si trasladamos todo esto al ámbito de la vida cotidiana podríamos decir que existen planos de existencia donde es válido pretender que solo puede existir “una” verdad; por ejemplo, cuando se trata de la ley. O se cumple, o no se cumple.
Pero en gran medida la vida parece discurrir más por la vía de la cuántica: existe más incertidumbre que certeza; hay más probabilidad que determinismo, hay más potencial que fatalismo. Más que “una verdad única” hay respuestas múltiples que dependen de los innumerables sujetos que preguntan.
En democracia, la diversidad y potencialidad contenida, finalmente “colapsa” en el contrato social. Al nivel del contrato social, expresado en el Estado y las leyes, en la moral imperante, etc., funcionan, por así decirlo, categorías y valores que resultan de la visión clásica de la física.
Pero existe otro plano de existencia que es igualmente real: el de la creatividad, el de la diferencia, el de la incertidumbre, el de múltiples verdades, el de la potencialidad que no debe ahogarse o reprimirse. Debemos y podemos aprender a combinar sabiamente ambos planos, en lugar de pretender que uno es “mejor” que el otro. O peor: imponer uno y negar el otro.
Es por ello que la tolerancia parece ser una forma de conducta más alineada con lo que parece ser la vida en sus niveles más profundos. Porque no olvidemos que, en definitiva, lo más importante que la ciencia del siglo XXI nos dice es que todo, absolutamente todo, está interconectado: ¡Lo que le hagás al otro, te lo hacés a vos!